Uno de los temas que se ha discutido durante los últimos años, es acerca de los orígenes de esta popular danza por apasionados bolivianos que afirman, correspondería a su país, lo que ha motivado a muchos estudiosos peruanos ir en búsqueda de los inicios, sopesando los legados históricos religiosos de la región, y analizando los mitos y leyendas que superviven en nuestros tiempos. Es cierto que muchos lo han estudiado, pero nunca se han puesto de acuerdo sobre sus inicios. Unos estudiosos la consideran enteramente indígena, otros que es una imposición hispánica, un grupo afirma que se origina en las minas de Laykakota en Puno o en las misiones catequizadoras de Juli (Perú), mientras otros admiten que viene de Oruro (Bolivia).
A nuestro juicio, la discusión es estéril. Pero intentamos ir en busca de alguna luz que nos explique la presencia de esta expresión popular, que fascina y atrae a propios y causa admiración a extraños.
A la luz de lo encontrado y analizado, podemos afirmar categórica y seriamente que el origen de la diablada altiplánica tuvo sus inicios en la Misión Jesuita de Juli, a orillas del Titicaca, en el departamento de Puno, en el siglo XVI, desde donde se irradió a diferentes zonas del Altiplano del Collao; siendo conservada en sus rasgos primigenios en la ciudad de Puno, con la presencia de sikus morenos en honor a la Mamita Candelaria.
Se tiene memoria histórica de que, en 1892, asumen su conservación en devoción a la Virgen de la Candelaria los sikus del barrio Mañazo, considerado el conjunto de folclore más antiguo de Puno, pero no el primero. Es un conjunto de folclore sobreviviente de una época y nace en un barrio que se ubica al noreste de la actual ciudad, con coreografías modificadas a lo largo del proceso de transculturización, hasta adoptar su forma actual. Los sikuris del barrio Mañazo son representativos y emblemáticos de un estilo de baile que singulariza la expresión sikuriana.
Apelando a la verdad histórica, que es verificable, extraemos un párrafo escrito por el profesor boliviano Lauro Rodríguez Terceros, director del reconocido ballet Chela Urquidi, que de una forma totalmente seria, coherente, científica y pedagógica explica en una interesante nota, colgada en el ciberespacio, titulada “Usurpación del folclore boliviano: ¿Usurpación del folclore o penetración?”, fechada el viernes 16 de marzo del 2007, en la que sostiene categóricamente, sin apasionamientos ni chauvinismos, lo siguiente:
“[…] La ciudad de Puno y toda esta región colla pertenecía al obispado de La Paz. Sociológicamente, la ciudad de Puno es uno de los crisoles más grandes de América de las culturas prehispánicas quechuas, aimaras, urus, lupakas, chirihanos, etc. Solo en el caso de los lupaka, que habitaron en lo que hoy es la ciudad de Juli (capital de Chucuito), a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar”.
Los jesuitas se asentaron con la Santa Inquisición para adoctrinar a los lupakas, a quienes consideraban ocultaban la ubicación de las minas de oro y plata. Allí estuvieron los jesuitas difundiendo la cultura y la religión durante más de dos siglos. Se les recuerda por el primer diccionario de aimara-castellano del padre Ludovico Bertonio, que se editó en Juli en 1602. La ciudad de Juli es famosa por sus templos, la llaman también la Roma Aimara; es precisamente en esta ciudad donde la Iglesia concreta y hace la representación de los siete pecados capitales para cristianizar a los lupakas.
Es uno de los centros culturales donde se difunde más la imagen del diablo, y no podemos cometer la ingenuidad o torpeza de decir que la diablada es de Oruro, porque en esta zona no tiene más origen después de la guerra del Chaco (guerra que se desarrolló entre 1932 y 1935, y enfrentó a Bolivia con Paraguay).
Confirmando ello, Enrique Cuentas Ormachea toma como fuente informativa los estudios del gran puneño y puneñista Ricardo Arbulú Vargas: “[…] Los primeros antecedentes de la danza de los diablos se remontan al siglo XVI, durante la catequización de los jesuitas en Juli (Chucuito-Juli)”.
Es interesante anotar que, según fuentes históricas, el primer misionero que inició esta etapa de catequización o cristianización fue el fraile dominico Tomás de San Martín, en el año de 1534, y posteriormente los misioneros jesuitas a partir del año de 1577, confirmando categóricamente que muchos años después las misiones de los jesuitas llegaron a Argentina, Bolivia y otros lugares de América del Sur.
Otro dato que confirma nuestro motivo de esclarecimiento y que toma Enrique Cuentas Ormacheadel padre Diego Gonzales Holguín, autor de la Lengua y vocabulario general del Perú, es el que dice: “[…] dando cuenta a su provincial de la labor que desarrollaban los misioneros en Juli, hizo referencia de cómo, explotando la inclinación de los nativos hacia el canto y la danza, los misioneros habían enseñado una en que se representaba los siete pecados capitales y el triunfo de los ángeles sobre los demonios […]”.
En consecuencia, es fácil deducir que esta danza se propagó desde Juli por todo el Altiplano, reconociendo que en la ciudad de Oruro ganó y alcanzó un expectante prestigio y mixtificación, y su influencia igual se extendió por toda América, para ser reconocida hoy como la “diablada”.
Otro dato importante, que creemos de interés resaltar, es que en la Misión Jesuita de Juli, por los años 1567, al margen de enseñarles la doctrina cristiana y a leer y escribir, se enseñaba arte en una escuela especial en la que se educaba en pintura, canto y música. Se empleaba, como respuesta de los valores del Renacimiento, todo tipo de instrumentos donde no faltan los de viento, como cornetas, cornos, entre otros; para lo que contrataron maestros entendidos en ellos. Estos datos históricos, nos permiten deducir que las primeras bandas de músicos
con instrumentos europeos o de bronce ejecutados por los catequizados, también tendrían sus raíces en esta Misión y de allí se habría extendido a todo el Altiplano.
Estas memorias históricas, afirman que el encargado de enseñar a pintar y labrar retablos con temas católicos fue el religioso de origen italiano Bernardo Bitti, a finales del siglo XV, cuyas verdaderas obras de arte religioso aún podemos admirar hoy en las iglesias San Juan de Letrán y Nuestra Señora de la Asunción de Juli.
Escrito: José Morales Serruto